Entre el 21 y el 23 de noviembre hubo en los barrios pobres de Guadalajara (Jalisco) lo que los mexicanos llaman ‘levantones’, es decir, secuestros. Las víctimas eran, casi todas, jóvenes de humildes oficios –repartidores, electricistas, mecánicos, vendedores de chatarra, panaderos– y algunos de ellos estaban fichados por la Policía por delitos menores como atracos callejeros y robo de autos.
Un día después, el 24, todos ellos aparecieron –eran 26– muertos, con las manos y pies atados, huellas de balas en la cabeza y algunos con señales de tortura. Los asesinos embutieron los veintiséis cadáveres en tres camionetas robadas, que dejaron cerca de los Arcos del Milenio, en pleno centro de la ciudad y a pocas cuadras del local donde dos días más tarde se inauguraría la 25 edición de la Feria Internacional del Libro, sin duda la más importante de las muchas que se celebran en el mundo de lengua española.
¿Quién y por qué perpetró ese horrendo crimen? Según un reportaje estremecedor aparecido en el semanario Proceso, del 27 de noviembre, los asesinos fueron sicarios de uno de los cárteles más poderosos de la droga, el de Zeta-Milenio, que con esta matanza se proponía simplemente advertir a un cártel rival, el del Pacífico, lo que le esperaba si seguía empeñado en tender sus redes en tierras de Jalisco, que los zetas consideran exclusivamente suyas. Lo que pone los pelos de punta al leer esta crónica no son sólo los horripilantes excesos de crueldad cometidos por los forajidos en esta ocasión, sino que salvajismos de esta índole son frecuentes en distintos lugares de México, donde cerca de cincuenta mil personas han perecido ya desde que el gobierno del presidente Felipe Calderón decidió enfrentar militarmente los cárteles de la droga que habían comenzado a infiltrarse como una hidra por todos los vericuetos del Estado, empezando por los cuerpos policiales.